Llego de ver una gran película.
Grande y no sabría explicar exactamente el por qué. Me he puesto a escribir esta
entrada en mi blog con el deseo de que
las palabras me conduzcan hacia
la profundidad precisa. El drama humano que
le sucede al protagonista es de tal calibre que le deja mudo frente al
infinito. Pero en el guión no está la clave. Cuantas veces vamos al cine y
salimos sin poder contener las lagrimas. De esta película sales con el corazón encogido, aunque seco,
completamente seco. El actor es soberbio, trasmite su dolor sin artificios,
pero tampoco creo que todo el mérito de la película recaiga sobre él. Una
interpretación magistral filmada de un modo especial; pocos medios, los justos, aunque la cámara juegue un papel
importante en el resultado, ni mucho menos me parece que el secreto de la gran
obra filmada se encierre en las imágenes. No sé, tal vez es un conjunto, si
bien hablar de un conjunto es equivalente a no desvelar nada, no sé bien, la verdad, un dolor tan bien contado, tal vez, sólo tal
vez, en la intimidad de ese dolor esté la clave, en la incapacidad para
superarlo, en la distancia que como espectadores nos mantiene tanto el actor
como el director, guionista, el conjunto.
Manchester frente al mar, no
pretendo adivinanza alguna, simplemente soberbia. Me ha traído a la memoria a las personas que a lo largo de mis años de profesión médica han ido acudiendo a
mi consulta por uno u otro motivo y que, de
repente, sin más, en muchas ocasiones sin ninguna relación con el motivo
de consulta, sale a relucir no la causa de su problema actual sino un dolor de fondo; infinita tristeza. Y, en los casos a los que me refiero, no se trata de culpa sino basta con la perdida. Diez, veinte, treinta, no es cuestión de
años, como si el paso del tiempo de nada hubiera servido, y no es por falta de entereza, al contrario, viviendo, diez, veinte, treinta años, admirable entereza, entre líneas, ese
dolor insuperable. No sigo. Ir a verla.