Se abren las puertas del ascensor. Salgo absorta
en mis cosas. Aparece un niño en
plan susto gracioso. Ni me inmuto. Le sonrío
y acaricio su caperuza de tigre. Es carnaval.
Mientras
camino hacia la moto, me pregunto. ¿Tendrá
mi cerebro un sistema de alarma algo quemado? Harto de sustos y disgustos, hasta el
moño de engaños y desgracias. Pienso en los pacientes que presentan crisis de pánico.
Nuestro
cerebro dispone de tres cerebros superpuestos. Tres cerebros en uno. El cerebro del reptil encargado de los reflejos
más automáticos como el latido cardiaco, la respiración… correspondiente al tronco cerebral. Por encima de éste, el cerebro emocional. Y, por
encima de éste, la corteza, el cerebro más racional con las áreas prefrontales como las humanas por excelencia.
Pues
bien. En el cerebro emocional está la clave de nuestra superviviencia. Ante un susto, una alarma; reacciona. En el
acto, pone al cuerpo entero en acción. La respiración se acelera, los músculos
se tensan, las pupilas se dilatan. Listos para salir corriendo ante un tigre,
un atracador, una amenaza. Y es que la señal de alarma llega de modo inmediato
a la amígdala o zona en el interior de nuestro cerebro emocional en forma de almendra conectada con otras estructuras a modo de rueda del miedo. Y,
esta rueda del miedo, a su vez, mantiene
conexiones y mecanismos neuroquímicos con todo nuestro organismo que hace que salgamos corriendo y evitemos el
atraco, o nos enfrentemos al atracador; tensos, agiles; vivos.
Pero,
este diseño de alarma brillante... este diseño compartido con el mundo animal, inmerso en una sociedad compleja como la
humana, metería patas, haría el ridículo una y otra
vez si no estuviera conectado con la parte
más desarrollada de nuestro cerebro: el
lóbulo prefrontal. Y es que, la señal de alarma, -el niño en plan susto
gracioso, el atracador o el tigre escapado del zoológico…- al mismo tiempo que
pone en marcha al cerebro emocional o
esa rueda del miedo, también llega al lóbulo
prefrontal; área tan misteriosa como racional;
la conciencia de ser, tal vez, tal vez, ahí, ahí, saber que somos. Pero, sigamos con el
niño y su susto gracioso. La señal de alarma llega al lóbulo prefrontal y es analizada en el acto. Si resulta que el tigre no es tigre sino niño disfrazado, el lobulo prefrontal lo reconoce y envía de inmediato señales al cerebro emocional deteniendo la rueda del miedo. El cuerpo se relaja. El corazón se tranquiliza.
Siempre
explico lo mismo a mis pacientes. Sus crisis de pánico; esa sensación brusca de miedo, falta de
respiración, taquicardia… esa sensación incontrolable que aparece en el momento menos pensado... no es ni más ni menos que una puesta en marcha de esas estructuras de
nuestro cerebro emocional; una puesta en marcha sin señal de alarma;
sin venir a cuento, la rueda se dispara. Crisis de pánico que no
frena el lóbulo prefrontal; despistado, incrédulo ante la falta de señal de alarma. Y el susto es de muerte.
El niño y su susto gracioso. Mi reacción o falta de reacción. Bien por mi cerebro. O no tan bien. Harto de sustos, quizás ya ni se asuste ante un robo, una amenaza real. Confiemos en que si, confiemos en que el niño era demasiado niño, evidente su disfraz, carnaval. Confiemos por el bien de mi superviviencia.