Apurando el verano me estoy levantando temprano y en
tres paradas de tren me planto en el mar. La playa desierta, la arena limpia y alisada por las máquinas, el mar como una balsa. Me adentro y nado en paralelo a la orilla. En un par de horas, ya estoy visitando; resolviendo problemas, valorando
la medicación más aconsejable en cada caso, escuchando historias clínicas y no tan clínicas, dando explicaciones
sobre enfermedades, síntomas, solicitando pruebas complementarias.
Esta mañana, mientras nadaba, me he sentido especialmente afortunada. A unos cuantos años luz de esa atenazadora edad de renuncias practicamente inevitables. De momento, sin enfermedades que me limiten, trituren, me impidan meterte en el mar. De repente, me ha venido a la mente la cara de felicidad de un paciente en la sala de rehabilitación de uno de los hospitales de referencia mundial en neurología: el National Hospital, Queen Square de Londres. Me encontraba rotando por sus diferentes departamentos en una estancia de tres meses al terminar la residencia. El servicio administrativo del hospital acababa de encontrarle un trabajo al comentado paciente que recuerdo más bien entrado en canas. En función de dicho trabajo iban a comenzar una rehabilitación específica. Aprovechar al milímetro los recursos de su discapacidad. Potenciar lo que se podía potenciar, adaptar utensilios y herramientas a sus secuelas. Aún recuerdo lo que me impactó el caso desde el punto de vista de eficiencia sociosanitaria. En paralelo a la rehabilitación básica, buscar al paciente un trabajo y posteriormente iniciar una rehabilitación adaptada al trabajo encontrado. Por lo que había vivido hasta entonces; insolito; ejemplar. Al margen de impactos y administraciones que funcionan rozando la excelencia, ¿qué tendrá que ver este caso con mis brazadas tempraneras? me pregunto y me respondo sobre la marcha: poco y mucho; la vida misma, pero no una vida bajo el prisma de renuncias sino de recursos optimizados, pequeños placeres, placeres aún dentro de las adversidades, buscados, encontrados, siempre posibles antes de que llegue la nada, e, incluso -pecando de optimista- adentrarse en la nada tiene su punto. Buen otoño, amigos.
Esta mañana, mientras nadaba, me he sentido especialmente afortunada. A unos cuantos años luz de esa atenazadora edad de renuncias practicamente inevitables. De momento, sin enfermedades que me limiten, trituren, me impidan meterte en el mar. De repente, me ha venido a la mente la cara de felicidad de un paciente en la sala de rehabilitación de uno de los hospitales de referencia mundial en neurología: el National Hospital, Queen Square de Londres. Me encontraba rotando por sus diferentes departamentos en una estancia de tres meses al terminar la residencia. El servicio administrativo del hospital acababa de encontrarle un trabajo al comentado paciente que recuerdo más bien entrado en canas. En función de dicho trabajo iban a comenzar una rehabilitación específica. Aprovechar al milímetro los recursos de su discapacidad. Potenciar lo que se podía potenciar, adaptar utensilios y herramientas a sus secuelas. Aún recuerdo lo que me impactó el caso desde el punto de vista de eficiencia sociosanitaria. En paralelo a la rehabilitación básica, buscar al paciente un trabajo y posteriormente iniciar una rehabilitación adaptada al trabajo encontrado. Por lo que había vivido hasta entonces; insolito; ejemplar. Al margen de impactos y administraciones que funcionan rozando la excelencia, ¿qué tendrá que ver este caso con mis brazadas tempraneras? me pregunto y me respondo sobre la marcha: poco y mucho; la vida misma, pero no una vida bajo el prisma de renuncias sino de recursos optimizados, pequeños placeres, placeres aún dentro de las adversidades, buscados, encontrados, siempre posibles antes de que llegue la nada, e, incluso -pecando de optimista- adentrarse en la nada tiene su punto. Buen otoño, amigos.
Foto entrada Facebook por A. Nuñez