Ante
el abismo del final; nostalgia. Me recuerdo
rubia, ni tímida ni atrevida,
desorientada, descubriendo el deporte, las notas, algún disgusto,
el llanto al abrir un regalo escondido.
Viendo colgado en facebook la
reacción de este niño al abrir el suyo he sentido cierta envidia; lo reconozco.
De
acuerdo, de acuerdo; será todo lo
maleducado que no debería ser un niño; un mimado, de torta, pero nada de eso impide que su reacción sea la reacción que me hubiera gustado haber
tenido cuando de niña abrí mi regalo. Revelarse. La infancia marca, y si la infancia marca, pues, si al abrir mi
regalo en vez de llorar lo hubiera
lanzado, gritado, descuartizado, quien sabe, igual ahora ocuparía el
cargo de la recién nombrada superministra que, por cierto, sigue desafinando con
sus imperativos colegiales intolerables.
El
caso es que lloré desconsolada y escogí ser médico acumulando recuerdos alguno de los cuales aún se comentan de tanto en tanto en comidas familiares entre otras cosas porque la tía abuela obsequiosa no volvió a
esconder regalos en su casa a sus sobrinos por navidad. Benditos recuerdos. ¿Cómo y dónde se
almacenan? En las últimas décadas, los
avances sobre el conocimiento de la memoria están siendo espectaculares. Asomarnos a dichos descubrimientos puede sernos de enorme utilidad para la vida
cotidiana y, sobretodo, nos puede ayudar a entendernos mejor a nosotros mismos;
recuerdos incluidos. Pedazos de
recuerdos, porque, adelanto -hoy sólo adelanto-
los recuerdos no se almacenan en un baúl propiamente dicho, sino que
pedazos de recuerdos se distribuyen por todo el cerebro y, en el momento de recordarlos, se reconstruyen. Risas y sonrisas cada vez que te recuerdan tu
llanto inoportuno, cada vez que recuerdas lo que hubieras preferido sucediera y
no sucedió. De torta, será de torta,
pero en su defensa; los niños esperan juguetes
por navidad, así que tampoco me parece que el mundo del libro deba alarmarse en exceso, pienso.