sábado, 1 de marzo de 2014

La rueda del miedo


Se  abren las puertas del ascensor. Salgo  absorta  en mis cosas.  Aparece un niño en plan susto gracioso. Ni me inmuto.  Le sonrío y acaricio su caperuza de tigre. Es carnaval.

Mientras camino hacia la moto,  me pregunto. ¿Tendrá mi cerebro un  sistema de alarma  algo  quemado? Harto de sustos y disgustos, hasta el moño de engaños y desgracias. Pienso en los pacientes que presentan crisis de pánico.  

Nuestro cerebro dispone de tres cerebros superpuestos. Tres cerebros en uno. El cerebro del reptil encargado de los reflejos más automáticos como el latido cardiaco, la respiración… correspondiente  al tronco cerebral.  Por encima de éste, el cerebro emocional. Y, por encima de éste, la corteza, el cerebro más racional con las áreas  prefrontales como las  humanas por excelencia.

Pues bien. En el cerebro emocional está la clave de nuestra superviviencia.  Ante un susto, una alarma; reacciona. En el acto, pone al cuerpo entero en acción. La respiración se acelera, los músculos se tensan, las pupilas se dilatan. Listos para salir corriendo ante un tigre, un atracador, una amenaza. Y es que la señal de alarma llega de modo inmediato a la amígdala o zona en el interior de nuestro cerebro emocional en forma de almendra conectada con otras  estructuras a modo de rueda del miedo. Y, esta rueda del miedo, a su  vez, mantiene conexiones y mecanismos neuroquímicos con todo nuestro organismo que hace  que salgamos corriendo y evitemos el atraco, o nos enfrentemos al atracador; tensos, agiles; vivos.

Pero, este diseño de alarma  brillante... este  diseño compartido con el mundo animal,  inmerso en una sociedad compleja como la humana,  metería patas, haría el ridículo una y otra vez  si no estuviera conectado con  la parte más desarrollada de nuestro cerebro:  el  lóbulo prefrontal. Y es que, la señal de alarma, -el niño en plan susto gracioso, el atracador o el tigre escapado del zoológico…- al mismo tiempo que pone en marcha al cerebro emocional o esa  rueda del miedo,  también llega al lóbulo prefrontal; área tan misteriosa como racional;  la conciencia de ser, tal vez, tal vez, ahí, ahí, saber que somos. Pero, sigamos con el niño y su susto gracioso. La señal de alarma llega al lóbulo prefrontal y es analizada en el acto.  Si resulta que  el tigre  no es tigre sino  niño disfrazado, el lobulo prefrontal lo reconoce  y envía de inmediato señales al cerebro emocional deteniendo la rueda del miedo. El cuerpo se relaja. El corazón se tranquiliza.

Siempre explico lo mismo a mis pacientes. Sus crisis de pánico; esa sensación brusca de miedo, falta de respiración, taquicardia… esa sensación  incontrolable que aparece en el momento menos pensado...  no es ni más ni menos que una puesta en marcha de esas estructuras de nuestro cerebro emocional;  una puesta en marcha sin señal de alarma; sin venir a cuento, la rueda se dispara. Crisis de pánico que no frena el lóbulo prefrontal; despistado, incrédulo ante la falta de señal de alarma. Y el susto es de muerte. 
 
El niño y su susto gracioso. Mi reacción o falta de reacción. Bien por mi cerebro. O no tan bien. Harto de sustos, quizás ya ni se asuste ante un robo, una amenaza real. Confiemos en que si, confiemos en que el niño era demasiado niño, evidente su disfraz, carnaval. Confiemos por el bien de mi superviviencia.