martes, 6 de noviembre de 2012

Las neuronas de Cajal

 
Al  fin salió.  Entre caracoles, pero salió. Espontaneo, actual, sobre la marcha, de acuerdo, no obstante, más de sesenta  entradas sin nombrarle... Mis disculpas, don Santiago. En cualquier intento de divulgar los conocimientos actuales sobre el funcionamiento del cerebro, usted  merece un altar. Aunque con retraso, ahí va el mío.
 
Con mil dudas y tres amigos de la carrera me trasladé a Madrid  para  escoger plaza de residente. La sala magna del hospital Ramón y Cajal abarrotada. Llegaba uno de esos momentos que determinan toda una vida. Me había pasado tres años como asistente en un servicio de Medicina Interna  y lo único que tenía claro es que me decantaba por las áreas médicas. Y llegó mi turno. Y escogí una de las  especialidades que más me motivaba  en  un hospital cuyo nombre  le obligaba a ser puntero  en el campo de las neurociencias. Nueva ciudad, nuevas puertas, experiencias, una mezcla, un impulso, un nombre: Ramón y Cajal. Luego llegaron los encantos y desencantos, cinco años entre pasillos, batas y enfermos, pero esa es mi historia y hoy quería dedicar la entrada a este extraordinario  científico.  
 
Dicen que Santiago Ramón y Cajal había heredado el carácter  recio y tenaz de su madre y la paciencia de su padre. Aún así, inmerso en una sociedad miope y sin apenas medios, cuesta creer que se adelantara en tantos descubrimientos a otros científicos de sociedades mucho más avanzadas. Talento  e imaginación; Pasión y esfuerzo; una mente increíblemente dotada para la investigación;  sus milagrosas armas.
 
Talento e Imaginación. Con las técnicas de tinción y microscopios de esos tiempos, el tejido cerebral parecía una red de fibras interconectadas. A  Cajal  se le ocurrió estudiar el tejido nervioso de embriones de pollo. Así identificó la neurona;   la unidad celular del sistema nervioso. Más de 100.000 millones de neuronas interconectadas entre sí para hacer posible el milagro de pensar, amar, soñar, hablar. Unidades celulares, como otros órganos. Merecido premio nobel, maestro.
 
Pasión y esfuerzo. Trabajando hasta el final de sus días a los 82 años…  por cierto, mientras escribía  el capítulo sobre el envejecimiento cerebral  de mi libro “el cerebro al descubierto” anduve de librería en librería buscando uno suyo  el mundo visto a los ochenta años” y no hubo manera de  encontrarlo, al parecer, descatalogado. Con mi libro ya publicado, hace dos veranos,  aluciné al verlo entre las manos de mi padre, rescatado de sus estanterías, le apetecía releerlo ahora que se aproximaba  a esos años. Te lo dejaré en herencia, me dijo. Fantástico legado, padre, no el libro -aunque también- sino  este tipo de detalles,  tan tuyos.